Comentario
Ya hemos señalado que en el triunfo de Alemania sobre Francia jugó un papel decisivo la personalidad de Hitler. Sin embargo, su audacia, tan beneficiosa para sus fines a la hora de romper con las convenciones militares, tuvo, a partir de este momento, un resultado netamente negativo. Acuciado por la impaciencia que le creaba su convencimiento de que moriría joven, sustituyó la intuición por una confianza exclusiva en sus obsesiones. Dictador totalitario, era además inmensamente popular y, por tanto, pudo someter sin reparo a sus colaboradores a bruscos cambios de planes, improvisados o carentes de planificación. Por si fuera poco, sus instrucciones a menudo eran incumplidas, porque la apariencia de mando único de la dictadura alemana se desintegraba, en realidad, en una especie de anarquía burocrática.
Las supremas autoridades militares alemanas ofrecieron ahora propuestas más coherentes que las imaginadas por Hitler. La Marina propuso concentrarse en el Mediterráneo, campo de batalla en que sería posible el logro a corto plazo de una evidente superioridad. Otra alternativa consistía en dedicarse, con tiempo suficiente, a la conquista de la Gran Bretaña, previa dedicación de la maquinaria bélica a obtener los recursos oportunos. Pero Hitler impuso una estrategia que demostraba su afán de dominio mundial a plazo medio, su incompatibilidad de fondo con sus propios aliados y una voluntad predominante de lograr la expansión hacia el Este. La idea de que ya había triunfado le hizo, por ejemplo, pensar en suprimir Suiza, a la que consideraba "un grano" de Europa, imaginar una gigantesca base naval en Noruega, planear la construcción de aviones capaces de bombardear los Estados Unidos, crear una especie de reserva de judíos en Madagascar o reivindicar un Imperio africano. Mientras tanto, siguió una política tan contradictoria respecto del futuro reparto del Mediterráneo que él mismo hubo de denominarla como "un engaño grandioso", no ya respecto de Francia y España, sino también de Italia. Pero lo decisivo desde el punto de vista del desarrollo de la guerra fue la opción por la ofensiva contra la Unión Soviética.
Llama la atención lo pronto que se inclinó por ello, pues empezó a hablar del particular, ante sus propios generales, en torno al mes de mayo y, de forma irreversible, a fines de julio, aunque la planificación concreta de la operación se inició a finales de año. Hitler argumentó esta opción asegurando que Gran Bretaña acabaría por renunciar a la esperanza norteamericana si veía que la URSS quedaba incapacitada para ser su aliada. Pero, desde hacía tiempo, en su libro Mein Kampf había dejado claro que la expansión hacia el Este eslavo era su propósito fundamental.
Esta decisión explica el conjunto de decisiones alemanas en los meses que transcurrieron entre el verano de 1940 y el de 1941. En primer lugar, explica, sobre todo, el escaso papel que, en contra de los deseos de Mussolini, atribuyó siempre Hitler al Mediterráneo. Por eso prefirió mantener a Francia en una cierta posición de vencido colaborador en vez de principal víctima de la derrota. De esa manera se congelaba la situación en las extensas posesiones coloniales de este país, que siguieron firmemente en manos de los seguidores de Pétain.
La idea, patrocinada por De Gaulle, de que la guerra era en realidad mundial y no estaba decidida quedaba por demostrar y la destrucción de la flota había contribuido a enemistar a Francia con su antiguo aliado. Aunque De Gaulle consiguió, con el tiempo, dominar el África Ecuatorial, el intento de desembarco de la Francia Libre con ayuda británica en Dakar (septiembre de 1940) fracasó. Hitler nunca se fió de Francia, pero la respetaba por su tradición cultural y porque, en definitiva, había derrotado a Alemania en 1918. En cambio, a España y a sus dirigentes, Hitler ni les apreció ni les respetó. Franco se había ofrecido para ir al campo de batalla, como colaborador de quien ya creía vencedor, en el verano de 1940, pero su ayuda fue rechazada en principio y sólo en segundo momento se recurrió a él, pero ofreciendo muy poco en contrapartida, señal evidente del carácter no tan trascendente que atribuía el Führer al escenario mediterráneo.
De este modo, a corto plazo de tiempo -de agosto a diciembre de 1940- la guerra se alejó de España. La llamada "Operación Félix" -ataque a Gibraltar- se convirtió en imposible ante la planificación de la ofensiva hacia el Este. España quedó reducida a la condición de proveedora de materias primas, aunque también colaborara en otros aspectos militares, de menor importancia, con el Reich. Algo parecido sucedió con Suecia, que incluso permitió que tropas de tierra alemanas transitaran por su territorio. Mucho más importantes a corto plazo para Alemania fueron, en cambio, Finlandia y Rumania, que habían sufrido amputaciones territoriales por parte de la URSS y podían ahora convertirse en aliadas en el momento de la ofensiva contra ella. La segunda, además, fue una importante aprovisionadora de petróleo y su dictador, el mariscal Antonescu, era uno de los pocos personajes políticos de la época admirados por Hitler. Las decisiones, en fin, acerca de concretar en qué arma concentrar el esfuerzo industrial alemán se explican como consecuencia de esa opción fundamental destinada a derrotar a la Unión Soviética. Fue el Ejército de Tierra y no la Marina o la Aviación quien recibió principal apoyo de la industria alemana.
El interrogante fundamental que se plantea desde el punto de vista histórico es si la Rusia soviética pudo darse cuenta de que iba a ser la destinataria de la ofensiva hitleriana y si, en efecto, previó el ataque. La respuesta a la primera cuestión es positiva, pues no sólo el desplazamiento de tropas sino también el cambio de actitud respecto a Finlandia así lo parecieron indicar. Pero, en cambio, Stalin no previó el ataque alemán. En gran medida la razón estriba en un dogmatismo ideológico que le hacía ver en el nazismo tan sólo una derivación del capitalismo de modo que el conflicto mundial no era otra cosa que el cruce inevitable de intereses económicos contrapuestos. De forma objetiva, a Alemania le interesaba la colaboración con Moscú, en especial en lo referente a los aprovisionamientos de muchas materias primas, alguna tan importante como el petróleo. Pero el dictador soviético tenía un argumento de pura lógica para no ver peligro alguno en una Alemania que tenía motivos sobrados para sentirse ahíta después de haber conseguido tan considerables triunfos. Cuando los soviéticos empezaron a sentir dudas no perdieron la confianza en solucionar la cuestión mediante conversaciones.
La razón estriba en que el comportamiento de la Alemania nazi y la Rusia soviética fue, en el año precedente al ataque alemán, el habitual entre dos aliados. La URSS, por ejemplo, se benefició grandemente de la derrota francesa, pues de forma inmediata se anexionó los Países Bálticos y obligó a Rumania a cederle Besarabia y el Norte de Bucovina. No se trataba tan sólo de una mejora de su situación estratégica, sino que por este procedimiento obtuvo también casi veinte millones de habitantes más. Pero ni siquiera con eso quedaron colmadas sus ambiciones, porque indicó a Alemania que las tenía también respecto a Irán y Turquía, sin que, por parte de su aliado, se le pusiera obstáculo alguno para verlas cumplidas en un futuro. A cambio, al margen de la ayuda económica, la URSS comunicó a su aliado los intentos británicos de atraérsela y dio determinadas facilidades militares, principalmente en el Ártico. Incluso estuvo dispuesta a ingresar en el Pacto Tripartito, formado originariamente por Alemania, Italia y Japón, en enero de 1941. De haberlo hecho se hubiera producido la tremenda paradoja de que habría estado al lado de la España de Franco, que figuraba como miembro del tratado.
La decisión fundamental de Gran Bretaña como consecuencia de la derrota francesa fue resistir, tal como ya se ha indicado. En los meses posteriores completó su estrategia con una voluntad de actuación periférica y la tenaz voluntad de conseguir el máximo apoyo posible por parte de los norteamericanos. La acción militar en la periferia se inscribía en la tradición histórica británica desde las guerras napoleónicas y era obligada por la insuficiencia de recursos y la necesidad de mantener el Imperio. En cuanto a la petición insistente de ayuda a los Estados Unidos, había venido precedida por el anudamiento de una estrecha relación de Churchill, siempre brillante a la hora de hacer previsiones, mientras fue responsable de la Marina británica, con el presidente norteamericano. La amistad entre ambos no tuvo sombras, hasta que en 1943 apareció Stalin como tercero en discordia y, así, pudo llegar a un grado de intimidad muy grande. Cuando se produjo la derrota francesa, Roosevelt había dado su aprobación a la destrucción de la flota de este país y, aunque se negó a pasar a la no-beligerancia, como le pedía el primer ministro británico, inició un giro que alinearía progresivamente a los Estados Unidos al lado de Gran Bretaña.
Pero el presidente norteamericano no lo tuvo fácil en un principio. El aislacionismo era un sentimiento muy enraizado en su país y llegó a justificar posturas incluso susceptibles de ser entendidas como pura y simple traición. La falta de preparación norteamericana para un conflicto mundial era tan patente que este inmenso país disponía a comienzos de 1940 de un total de divisiones que equivalía a la tercera parte de las que Bélgica empleó en su defensa y de tan sólo 150 cazas, el equivalente de las bajas de un solo día de la Batalla de Inglaterra. Unas semanas antes de la derrota francesa, el Congreso había incluso disminuido el presupuesto bélico.
En el verano de 1940, la situación cambió drásticamente. Ahora el legislativo norteamericano empezó a votar unos créditos superiores a los que el ejecutivo le solicitaba. Las decisiones fundamentales fueron tomadas entonces, aunque se desgranaran luego en actos concretos. En septiembre, los Estados Unidos cedieron cincuenta destructores a Gran Bretaña a cambio de una serie de bases en las Bahamas. A fin de año, por la Ley de Préstamo y Arriendo, se concedieron unas facilidades extraordinarias a Londres para sus adquisiciones y, con el nuevo año, los Estados Unidos declararon desear convertirse en "el arsenal de la democracia". Todas estas medidas fueron apoyadas por la población, que empezó a considerar inevitable la participación propia en el conflicto. En los primeros meses del año, además, los norteamericanos se decidieron a controlar la navegación por la mitad occidental del Atlántico y ocuparon Groenlandia. También habían empezado a elaborar planes bélicos conjuntos con los británicos, de acuerdo con los cuales en caso de conflicto ambos países concentrarían sus esfuerzos contra Alemania. Pero el rearme norteamericano hizo que los japoneses sintieran la tentación de adelantarse a su peor adversario.
A todo esto, la evolución militar del conflicto había ampliado el escenario hacia África y los Balcanes. En ambos casos, la iniciativa fue italiana y se saldó con otros tantos fracasos que permiten decir que, ya en el verano de 1941, Italia se había convertido en un pesado fardo, más que en una verdadera ayuda para Hitler.
En realidad, esto ya era previsible desde un principio. La preparación del Ejército italiano estaba muy por debajo de lo que eran las necesidades de una guerra moderna en lo que respecta a artillería antiaérea, carros y comunicaciones, pero esas debilidades se vieron multiplicadas por las limitaciones de su oficialidad y por la propensión de Mussolini a adoptar decisiones estratégicas que no tenían en cuenta todo lo mencionado. Impaciente por entrar en la guerra porque veía que, de no hacerlo, quizá no le resultara posible beneficiarse de su resultado, el Duce previó tan poco las consecuencias de su decisión que un tercio de la flota italiana no pudo alcanzar el refugio de sus puertos y se perdió.
Tenía la idea de conseguir muchas ventajas con poco riesgo, pero cuando solicitó Niza, Saboya, Córcega, Túnez y Siria, se encontró con que este conjunto de peticiones chocaba con la voluntad de Hitler de mantener una Francia neutralizada. Se lanzó, entonces, a lo que él mismo denominó "una guerra paralela", en la que podría pretender llevar a cabo tantas iniciativas autónomas como Hitler. Pero entonces se descubrieron las debilidades de su potencia militar. Hitler llegó a pensar que debería haber tratado a Mussolini, a quien siempre apreció, con los métodos de una "brutal amistad", que le hubiera impuesto un comportamiento más sensato.
Las derrotas italianas empezaron en el mar Mediterráneo, donde pronto se pudo apreciar que, aunque los datos cuantitativos de su Flota parecían igualarla a la británica, en realidad distaba mucho de ser así, dada la superioridad adversaria en aviación y radar. Desde fines de 1940 -batalla de Tarento- se pudo considerar que los británicos no tenían adversario marítimo en este escenario.
La gran oportunidad de los italianos estuvo en África del Norte, donde tuvieron una ventaja inicial abrumadora respecto a sus adversarios. Su ataque en dirección a Egipto logró éxitos iniciales, pero pronto se detuvo por problemas de intendencia. El contraataque británico, con un número bastante reducido de carros, concluyó por expulsar a los italianos de Cirenaica. En marzo de 1941, Italia tuvo que aceptar la presencia del general Rommel en Libia al mando de tropas blindadas alemanas. Poco tiempo después, en mayo, los italianos eran derrotados en Abisinia, donde en un principio también habían tenido una clara superioridad. El secretario del Foreign Office británico, Eden, ironizó sobre los italianos parafraseando el comentario de Churchill sobre la Batalla de Inglaterra: "Nunca tantos se habían rendido a tan pocos".
Mussolini, ante las primeras derrotas, tomó la resolución más inoportuna que cabía imaginar. Imitando la política alemana de agresiones por sorpresa, se lanzó a una ofensiva contra Grecia en octubre de 1940, donde muy pronto se vio en situación apurada. Se ha atribuido a esta decisión un papel fundamental en el curso de la guerra, al haber distraído a Hitler del Mediterráneo occidental, donde podría haber obtenido mejores resultados contra el adversario británico, pero, en realidad, Alemania estaba interesada tan sólo en la ofensiva en el Este y quería, a lo sumo, guardarse los flancos de cara a ella. La única ventaja que obtuvo Hitler del ataque italiano a Grecia nació de un error cometido por los británicos. Creyeron éstos que la resistencia griega y un golpe de Estado en Yugoslavia les daban la posibilidad de iniciar un frente periférico en los Balcanes y, en vez de liquidar la presencia italiana en el Norte de África, enviaron unas decenas de miles de hombres para ayudar a los griegos.
Pero, al desembarcar en el continente, descubrieron que tenían adversarios peores. Toda la fuerza del Ejército alemán fue empleada sucesivamente contra Yugoslavia en primer lugar y, luego, contra Grecia desde Bulgaria. En tan sólo el mes de abril, ambos países fueron aplastados, el primero de ellos con apenas dos centenares de muertos alemanes. Yugoslavia fue, además, dividida y desmembrada entre sus ansiosos vecinos. Grecia, que había aguantado el ataque italiano, fue arrollada por los alemanes. Todavía los británicos debieron sufrir una derrota ulterior porque, entre mayo y junio, los paracaidistas alemanes, con una operación audaz, ocuparon Creta. Sin embargo, las fuertes bajas que sufrieron imposibilitaron ulteriores utilizaciones de esta novedosa arma. Es muy probable que para Hitler hubiera sido mucho más rentable su uso en Malta, desde donde, caso de haberla ocupado, hubiera puesto en peligro los convoyes británicos en el Mediterráneo. Pero, al menos, cuando se iniciaba el verano de 1940, Alemania había protegido su flanco para la operación que siempre consideró esencial: la ofensiva hacia el Este.